sábado, 22 de junio de 2013

La Fidelidad de Dios evidenciada en las Escrituras

"Conoce, pues, que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones" - Deuteronomio 7:9

La fidelidad es una cualidad esencial de Dios que está intrínsecamente relacionada con la verdad. Así como Dios no puede ser fiel a medias, tampoco puede mentir. Dios no puede ser fiel por momentos; o muy fiel a veces y otras no. Menos que menos, no puede ser fiel con unos e infiel con otros. En Él, la fidelidad es completa y eterna. Dios siempre se mantiene fiel a Su palabra, a lo que promete y dice, como también a Su creación.

Durante todo el Antiguo Testamento se demuestra y declara constantemente la fidelidad de Dios para con su pueblo. Fue fiel con Abraham y Sarah cuando cumplió su promesa de que les nacería un decendiente, convirtiendo a Abraham en padre de multitud de naciones (Genesis 17:4). También fue fiel con el pueblo de Israel cuando los liberó de la esclavitud que sufrían en Egipto, les dio la victoria sobre sus enemigos y los llevó a la tierra prometida. Permaneció fiel a David, a quien  le había prometido que de su linaje nacería el Mesías. Es así entonces que podemos reafirmar lo dicho por el autor del libro de Josué, "no faltó palabra de todas las buenas promesas que Jehová había hecho a la casa de Israel; todo se cumplió" (Josué 21:45).

Todos los que aman a Dios y siguen sus mandamientos declaran constantemente en las Escrituras sobre esta cualidad de Dios, escribiendo cánticos de alabanzas y maravillándose de ella. El Rey David siempre la menciona en sus salmos: "Fieles son todos sus mandamientos" (salmos 111:7); "De generación en generación es tu fidelidad" (119:90); "Jehová, hasta los cielos llega tu misericordia, y tu fidelidad alcanza hasta las nubes" (salmos 36:5). También el profeta Jeremías declara "Grande es tu Fidelidad" (lamentaciones 3:23). Obviamente esto no quita que los personajes descriptos en la Biblia no hayan tenido sus momentos de incertidumbre al respecto. Abundan ejemplos de cómo algunos llegaron a dudar de la fidelidad de Dios, preguntándose en repetidas ocasiones si a Dios realmente le importa, si no se olvidó de ellos o directamente los abandonó. Es el caso de Job y David, entre otros. Sin embargo, tarde o temprano buscaron vencer esas dudas y aferrarse, en consecuencia, a la fidelidad de Dios y creer en Su Palabra.

En el Nuevo Testamento, este atributo de Dios se manifiesta concretamente a través de la figura de Su Hijo. Jesús mismo es la encarnación de la fidelidad divina. Todo su ser es la expresión y muestra palpable de ello. Todo lo que dijo, hizo e incluso lo que permitió que sucediera fue para cumplir con su promesa de redención. Es por ello que durante el tiempo que habitó entre nosotros, constantemente se dedicó a sanar, enseñar, aconsejar, alentar y amar. Él varias veces lo declara: "porque así conviene que cumplamos toda justicia" (Mateo 3:15); "No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido" (Mateo 5:17-18); "Mas todo esto sucede, para que se cumplan las Escrituras de los profetas" (Mateo 26:56). Jesús se refiere con esto al plan de salvación de Dios a través de Su justicia llevada a cabo en su muerte y resurreción. 

El momento donde se demuestra con mayor claridad la fidelidad de Jesús hacia Su Padre, y en consecuencia, hacia todos nosotros, es cuando ora en Getsemaní. Allí les confiesa a sus dicípulos la intensa angustia que siente: "mi alma está muy triste, hasta la muerte" (Mateo 26:38). En ningún otro momento Jesús les declara tan abiertamente sentir tanto dolor. Sabía lo que le aguardaba, ya sentía el gran peso de semejante sacrificio. Y por ello, le ora a Dios: "Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú" (Mateo 26:39). Por más que ya sintiera un intenso dolor y angustia por lo que le esperaba y que era conciente de que sería increíblemente mucho más brutal y arrollador, Él eligió obedecer hasta el final.

Es allí, en la crucifixión y posterior resurrección de Jesús donde cada uno de nosotros experimentamos y comprobamos la fidelidad del Dios triuno en toda su magnitud. En el mísmisimo misterio pascual, Dios nos demuestra que su plan nunca fue abandonarnos y dejarnos a merced de la muerte y el pecado. Porque no es la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos, que alguno se pierda (Mateo 18:14). Es por esta razón que el mismo Dios ha venido al mundo para salvar lo que se había perdido (Mateo 18:11). En el momento en que su único Hijo Jesús es sacrificado, Dios nos da la mayor prueba de su fidelidad. ¿Y qué más grande demostración de fidelidad hacia todos nosotros que ésta? Él mismo pagó con su propia vida nuestra desobediencia, nuestro pecado y perdición para cumplir con su promesa de salvación, cargando consigo todas nuestras dolencias y enfermedades  (Mateo 8:17). He ahí, en la cruz, nuestra principal fuente de esperanza y convicción de que Dios cumplió, cumple y seguirá cumpliendo con lo que nos prometió.

Jesús, incluso cuando llegó la hora de su Ascensión, no nos dejó solos sino que le rogó al Padre para que nos enviara otro Consolador, para que esté con nosotros para siempre. Es así que el Espíritu Santo nos acompaña en todo momento asistiéndonos en nuestras debilidades e intercediendo intensamente por nosotros (Romanos 8:26). Él es el que "convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio" (Jn 16,8). Nos enseñará y recordará todo lo que Jesús ha dicho y hecho durante su ministerio (Jn 14:26). Nos traerá a la memoria su fidelidad. 

Las Sagradas Escrituras nos demuestran una y otra vez que Dios nunca nos abandona y siempre cumple con Su Palabra. Son el testimonio de Su gran amor hacia nosotros, de un amor eterno porque Él es Fiel y Verdadero.






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