jueves, 15 de agosto de 2013

Jesus you are Worthy, by Brenton Brown

Jesus, You are mercy, Jesus, You are justice
Jesus, You are worthy, that is what You are
You died alone to save me,
You rose so You could raise me
You did this all to make me
a chosen child of God

Worthy is the Lamb that once was slain
To receive all glory, power and praise
For with Your blood
You purchased us for God
Jesus, You are worthy, that is what You are

Perfect sacrifice crushed by God for us
Bearing in Your hurt all that I deserve
Misjudged from my misdeeds,
You suffered silently
The only guiltless man in all of history

How worthy is the Lamb that once was slain
To receive all glory, power and praise?
For with Your blood You purchased us for God
Jesus, You are worthy, that is what You are
Jesus, You are worthy, that is what You are

Justice and mercy, justice and mercy
Justice and mercy meet on the cross

lunes, 15 de julio de 2013

Aceptando la Vida Eterna

Es curioso cómo damos vueltas y vueltas sobre la idea de muerte cuando el dolor se torna insorpotable, o en aquellos momentos de profunda depresión. Rechazamos la vida, le damos la espalda, en reacción a que ésta nos da la espalda a nosotros al no dejarnos vivir plenamente. Al vernos imposibilitados a vivir siquiera el día a día, nos ponemos en búsqueda de la muerte. La perseguimos, la añoramos y la abrazamos con el deseo de que nos lleve lejos de nuestro martirio, pensando que así pondría fin  a nuestra miseria. Sin embargo, no nos damos cuenta de que al hacerlo, estamos rechazando la salvación que nos brinda Jesús a través de su sacrificio. Como sentimos que la vida en el aquí y el ahora se nos es vedada, no aceptamos el plan de salvación de Dios que no tiene otro fin que el de la vida eterna. 

Desear la muerte no es otra cosa que rechazar a Jesús, ya que Él es la vida; el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6). Al convertirnos a Cristo, recibimos su salvación, y con ello, el regalo de la vida eterna. No hace falta experimentar la muerte para empezar a disfrutarla. Esa vida eterna que Dios nos da empieza en el mismo momento en que aceptamos a Jesús como nuestro Señor y Salvador. Es en ese preciso momento cuando empieza nuestra redención. Como nos enseña el Apóstol Pablo, Dios nos dio vida a nosotros, cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados (Efesios 2:1). Pero el objetivo último de esa vida que Dios nos da es para que vivamos con nuestro Creador en el Reino de los Cielos, en el fin de los tiempos. La finalidad de la obra redentora de Dios no se basa principalmente en que podamos disfrutar de esta vida que llevamos en el aquí y ahora, en esta tierra. Sino, para que al partir de este mundo, entremos en presencia del Señor y seamos aceptados en su Reino; para habitar el lugar que Jesús mismo nos está preparando (Juan 14:2) 

Es muy fácil caer en la confusión y mezclar la salvación con el disfrute de la vida en este mundo. También con la vida presente y la eterna. Esto no quiere decir en manera alguna que a Dios no le importe lo que nos pase en este mundo. Le importa y mucho. Por algo Jesús hizo lo que hizo, dijo lo que dijo, y antes de volver al Padre, rogó para que nos proteja del mal (Juan 17:15). Pero cuando atravesamos una depresión, nos olvidamos fácilmente del verdadero propósito de la cruz. Nos focalizamos tanto en la vida presente y nuestro porvenir en este mundo, que al no salir las cosas como quisiéramos, empezamos a desear y pensar en la muerte, rechazando directamente lo que Jesús nos ofrece, la vida eterna.

Es inevitable desear la muerte cuando la angustia es intensa y constante, cuando perdemos las ganas de vivir y ya nada despierta nuestro interés. Las cosas de este mundo no nos llenan, no nos satisfacen, y menos que menos alivian nuestro dolor. Vemos y reconocemos, junto al hijo del rey David, que todo es vanidad (Eclesiastés 1:2). Todo es efímero, todo se pierde. Nada permanece. Parece que lo único que siempre va a estar durante toda la historia de la humanidad es la muerte. Pero una cosa es morir por nuestra condición de ser humano, y otra, es desearla. Desear la muerte implica negar la vida que quiere darnos Jesús, vida por la cual pagó un precio muy caro. 

En sí, el Hijo de Dios no vino al mundo para salvarnos de manera que nos vistamos con nuestras mejores ropas y estemos celebrando y disfrutando de los placeres de este mundo, confiados de que estaremos llendo de fiesta en fiesta. Jesús se entregó para que la muerte no nos alcance, mas tengamos vida eterna (Juan 3:15). Dios mandó a Jesús con el propósito de que la muerte no tenga la última palabra en nosotros, sino Su Resurrección y Su gloria. 

Cuando Pablo escribe que "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien", no necesariamente quiere decir para esta vida, sino para la venidera. Todas las cosas que atravesemos, tanto malas y buenas, servirán para nuestra salvación eterna. Dios nos aclara en el pasaje de Isaías: "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos (...) Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos (Isaías 55:8-9). Todo forma parte del plan redentor de Dios, bajo cuya mirada nada se le escapa. Jesús nos consuela cuando nos dice: "¿No se venden dos gorriones por una monedita? Sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo permita el Padre" (Mateo 10:29). Estemos confiados de que Dios cuida de nuestras vidas. Porque como Él aclara: "Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia. Aún te edificaré, y serás edificada, oh virgen de Israel; todavía serás adornada con tus panderos, y saldrás en alegres danzas" (Jeremías 31:3-4).

Sepamos aclamar junto al Apóstol Pablo: "los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada" (Romanos 8:18). La gloria que veremos será a Dios mismo en todo su esplendor. Cuando ese momento llegue, será nuestro Padre el que enjugará todas nuestras lágrimas; y ya no habrá más muerte, ni llanto, ni dolor (Apocalipsis 21:4).







domingo, 14 de julio de 2013

La indiferencia al dolor ajeno, según Elie Wiesel


Detrás mío, escuché al mismo hombre preguntarse: "¿Dónde está Dios?" 
Y oí una voz que contestaba dentro de mí: 
"¿Que dónde está? Ahí está, colgando de esa horca."
Esa noche, la sopa sabía a cadáveres. 

         Elie Wiesel, La Noche.

Elie Wiesel (Premio Nobel de la Paz) fue internado, junto a su familia, en el campo de concentración de Auschwitz, cuando tan solo tenía 15 años de edad. En su obra La Noche, Wiesel nos cuenta cómo  tuvo que presenciar la mayor oscuridad, perversión y maldad a la que un ser humano puede llegar, destrozando así su mirada infantil y aniquilando para siempre su inocencia. 

"Nunca olvidaré el silencio nocturno que me privó, por toda la eternidad, del deseo de vivir.
Nunca olvidaré aquellos momentos que asesinaron mi Dios y mi alma, convirtiendo en polvo mis sueños."

¿Dónde estuvo Dios en Auschwitz? ¿Dónde estuvo Dios en la desesperante agonía de un chico de 15 años que perdió a su madre y hermana la misma noche en que arribó al campo de concentración? Un chico que vió con impotencia cómo su padre moría día a día. ¿Dónde estuvo Dios en medio de tanta maldad y sufrimiento?

Para Elie Wiesel, el Dios de su infancia había muerto.  Luego del horror vivido, tuvo que replantearse todo lo que había aprendido sobre Dios antes del Holocausto. Si bien, Wiesel trató de aferrarse lo más que pudo a su fe, tanta maldad y sufrimiento lo rebalsaron hasta quebrarlo moralmente por completo. Nunca dejó de dudar de la existencia de Dios, pero le fue inevitable cuestionarse una y otra vez sobre Su misericordia y amor eterno. Su  fe había quedado profundamente lastimada, y su relación con Dios, deshecha. Elie Wiesel tardó diez años en poder articular con palabras lo que había sufrido y visto en ese campo de concentración. En sus obras se evidencia su búsqueda por la verdad y un diálogo honesto con el Creador, partiendo desde la duda, el dolor, el lamento y la queja. Wiesel deja atrás al Dios acartonado y predecible, al que tomaba por sentado durante sus tiernos años de infancia, para dar lugar al misterio insondable de Dios, ese aspecto sobre el cual nunca podremos obtener respuesta alguna, pero no por ello nos impide seguir preguntando.

En ese lugar de tanta maldad manifestada en su máxima expresión, el pequeño Elie Wiesel no sólo sufrió el silencio de Dios sino también el del hombre, el de la sociedad en su conjunto. Y ésta es una de las razones por las cuales Wiesel luchó y sigue luchando por los más débiles, los oprimidos, los que sufren. Cuando viajó a Cambodia, los periodistas le preguntaron por qué estaba ahí ya que lo que había sucedido no se trataba de una tragedia judía. Wiesel simplemente respondió que cuando él necesitó que la gente viniera en su ayuda, no lo hicieron; por esa razón estaba allí.

Por haber sufrido la indiferencia en carne propia, Elie Wiesel escribe mucho al respecto para generar un ´despertar moral´ en la persona de manera que lo impulse a la acción. En una entrevista con Oprah, Wiesel describe al odio como la maldad en sí, pero sostiene que la indiferencia es lo que permite que la maldad crezca, la que le da su poder. Según sus propias palabras: "La indiferencia no es el comienzo; es el final. Y por lo tanto, indiferencia es siempre el amigo del enemigo porque se beneficia del agresor, nunca de su víctima, cuyo dolor es magnificado cuando él o ella se sienten olvidados. El prisionero político en su celda, los niños hambrientos, los refugiados sin hogar, se sienten abandonados, no por la respuesta a su súplica, no por el alivio de su soledad sino porque no ofrecerles una chispa de esperanza es como exiliarlos de la memoria humana. Y al negarles su humanidad, traicionamos nuestra propia humanidad."

En la Biblia, Jesucristo nos enseña a través de la parábola del buen samaritano a no ser indiferentes al dolor ajeno.  De hecho, cuando estamos tendiéndole una mano a alguien o acompañándolo en su dolor, también le estamos haciendo un bien a Jesús. "Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí"; "en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis."(Mateo 25) Jesús, durante todo su ministerio, siempre estuvo respondiendo al sufrimiento ajeno. Constantemente sintió compasión por la gente y actuó en consecuencia. Fue tal su empatía hacia el ser humano que permitió ser colgado de una cruz para salvarlo. 

No es nuestra indiferencia lo que mata a la persona, pero sí puede conducir a muchos a la muerte. Al haber vivido tanto horror a una edad temprana, que Elie Wiesel haya sobrevivido es, aunque él mismo lo niegue, un milagro. Su profunda necesidad de no ser indiferente a la desgracia ajena parece haber convertido su vida y obra en un canto a la vida, por la vida y para la vida.

Durante la depresión, abunda el dolor y la idea de muerte. Sin embargo, Dios mandó a Su hijo para darnos la vida. Puede que en algún momento hayamos sido abandonados por las personas, por algún ser querido; pero Dios nunca lo va  a hacer. Él nunca puede mostrarse indiferente a nuestro dolor; su esencia no se lo permite ya que Dios es la absoluta y eterna misericordia. Dios mismo nos acompaña cuando atravesamos el valle de la muerte, cargando consigo nuestro dolor y sintiéndolo en lo más profundo de su ser. Es por ello que el Rey David ora con total convicción:

"Aunque ande en valle de sombra de muerte,
No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo;
Tu vara y tu cayado me infundirán aliento."

- Salmos 23:4


domingo, 7 de julio de 2013

La soledad en la depresión

Varias son las razones por las cuales tendemos a aislarnos durante la depresión. Al sentirnos vulnerables, sentimos la necesidad de protegernos. Somos conscientes de que no estamos bien, de que algo nos está sucediendo. Tal vez, al principio no lo entendemos, nos sentimos confundidos, pero el dolor constante y latente nos vuelve frágiles. Poco a poco nos vamos replegando, escondiendo, tratando de buscar cobijo en la soledad, lugar en el cual nos sentimos más seguros, a resguardo. Es nuestra manera de protegernos contra el mundo y lo que nos está pasando. 

Las salidas con amigos empiezan a ser cada vez menos frecuentes. Aparte de no poseer las energías suficientes para sobrellevar tales actividades, por más mínimas que sean, sentimos miedo de terminar expuestos, evitando ser un foco de atención a raíz de nuestra enfermedad. Ya sea por vergüenza o miedo al rechazo, preferimos no compartir con los demás. lo que nos sucede. Tampoco queremos ser una carga para nadie; suficiente peso llevamos sobre nuestros hombros. Sentimos que la depresión es un gran peso de por sí para nosotros mismos, por lo que preferimos evitarles a los demás semejante molestia. Dependiendo de cómo nos sintamos en el día, rechazamos invitaciones o dejamos de participar de alguna actividad. Hay ocasiones en las cuales, incluso, somos incapaces de contestar un e-mail o un llamado telefónico. Simplemente no nos sentimos bien, estamos agotados, y no queremos arruinarle el momento a nadie con nuestro malhumor, pesimismo, o dolencia.

Nuestro círculo social se va achicando gradual o precipitadamente, dependiendo del caso de cada uno. La sociedad todavía no está bien informada sobre esta enfermedad y sus consecuencias. Por lo que a veces, los amigos o los familiares no entienden, o no se sienten capacitados para acompañarlo a uno durante la depresión, o están demasiado ocupados. Cualquiera sean las razones en los diferentes contextos, mientras sufrimos de una depresión, nos vamos sintiendo más solos e incomprendidos. Hasta podemos llegar a quedarnos completamente solos y abandonados, situación que suele agravarse con el sentimiento e idea errónea de que Dios permanece distante e indiferente a nuestro dolor.

Lo que podemos hacer en momentos así es aferrarnos a Jesús y clamar por su misericordia. Debemos recordar que Él es nuestro buen pastor, quien puso su vida por sus ovejas (San Juan 10:14-15), y es capaz de ir a buscarnos a lo más profundo del abismo para rescatarnos y llevarnos a la luz. Jesús mismo, la segunda persona del Dios triuno, nos considera y llama sus amigos. Él es nuestro amigo fiel, quien nos comprende en lo más íntimo de nuestro ser. Jesús conoce nuestra situación, y no nos abandonará jamás, ofreciéndonos constantemente su propia compañía. 

El amor de Dios no puede encasillarse, no sigue ningún método o estereotipo, sino que atraviesa todo obstáculo e interviene en toda situación con el fin de llegar hacia nosotros. Lo hace de maneras incomprensibles para nuestro pequeño entendimiento. Por ello, podemos orar confiados pidiéndole al Padre, en nombre de su Hijo Jesucristo con la asistencia del Espíritu Santo, que nos guíe a alguien que pueda acompañarnos en este trayecto y esté dispuesto a escucharnos. Alguien que pueda ser el recipiente sagrado de todo lo que llevamos dentro, nuestro dolor, dudas y desesperanzas; capaz de recibirlo con amor, respeto y compasión, y de interceder por nosotros en oración. Dios, a su tiempo, responderá a nuestra necesidad. "Porque no menospreció ni abominó la aflicción del afligido, ni de él escondió su rostro; sino que cuando clamó a él, le oyó" (Salmos 22:24).








miércoles, 3 de julio de 2013

Poner el foco en Jesús

Generalmente, una de las primeras cosas que se nos viene a la mente cuando pensamos en Jesús es su continuo deseo de sanar a las personas. Incluso Él mismo lo afirma al responderle a las personas que buscaban sanación. En el libro de Mateo, nos cuenta el autor que un leproso se postró ante el Señor y le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Jesús, en el momento de sanarlo, le respondió que sí, que quería hacerlo (Mateo 8:2-3). En ninguna parte de las Escrituras se lee que Jesús le haya negado a alguien la sanación. El Señor llegó incluso a resucitar a la hija de Jairo y a Lázaro, mostrando así no sólo su gran poder, sino también su misericordia y amor.

Sin embargo, a lo largo de la historia, hubo numerosas personas que le pidieron a Dios por sanación pero nunca la recibieron. El Apóstol Pablo es un claro ejemplo de ello. Cuando le rogó al Señor que le quitara el aguijón de la carne, Dios le respondió: "bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad" (2 Corintios 12:9). Si bien, a diferencia de Pablo, no todos recibimos respuestas tan claras sobre el por qué de nuestra condición; tal vez, el silencio de Dios es en sí una respuesta.  De todas maneras, no podemos dejar de seguir preguntando, ¿por qué no recibimos sanación cuando se lo pedimos a Dios en el nombre de su Hijo Jesucristo? Pueden ser varias las razones, pero sólo Dios lo sabe a ciencia cierta. Nosotros no podemos más que tratar de aceptarlo, y orar como nos enseña la oración del Padre nuestro: "Hágase Tu voluntad en la tierra como en el cielo". 

Mientras atravesamos una depresión y no obtenemos respuesta alguna al respecto, es importante no dejar de poner el foco en Jesús. Aferrarse a Su cruz, allí donde murió por todos nosotros cargando consigo nuestro pecado, dolor y enfermedades. Sólo en ese lugar evitaríamos dejarnos arrastrar por la enfermedad hacia lugares demasiado oscuros. En el caso de que esto en su momento parezca imposible, sepamos que siempre podemos volver a ese lugar, a la cruz, nuestro refugio, nuestra salvación. Tal vez, no podamos hacerlo en el mismo día. Tal vez, debamos esperar varios días o semanas para recuperar fuerzas y poder, así, decidir volver a encontrarnos con Jesús. Él siempre va a estar ahí, esperándonos; siempre dispuesto para acompañarnos y guiarnos en medio de nuestra enfermedad. Paso a paso, día a día, hasta que al fin podamos salir por completo hacia la luz. 

Porque Jesús resucitó, venciendo así a la muerte, nosotros podemos abrigar la esperanza de nuestra redención en esta vida que terminará por completarse en la venidera. Con su resurrección, Dios nos demostró que Él es el señor de la vida y la muerte. Y sólo alguien con un poder así podría restaurar nuestra salud. Seguir a Jesús es andar por el camino que conduce a la verdad y la vida. Si tratamos de transitarlo como podamos, poco a poco nos iremos alejando de los efectos de muerte  y desesperanza que produce en nosotros dicha enfermedad.

La depresión es como permanecer en una constante encrucijada. Por un lado está el camino que nos conduce hacia la mentira y una oscuridad cada vez más intensa, camino que en muchos casos, termina en la muerte. Y por el otro, está el camino que nos lleva hacia la luz, la verdad y la vida en Jesús. Por más que nos cueste, debemos tratar siempre de tomar la decisión correcta y retornar al camino de la vida. A pesar de que nos caigamos, retrocedamos, nos quedemos paralizados, es importante permanecer en el camino de la verdad, el único que nos conducirá a la presencia de Dios. Y si sentimos que estamos tocando fondo cuando la depresión nos golpea fuerte, entonces aferrémonos a la cruz. En la cruz está nuestra salvación, nuestro socorro. Es nuestro sólido asidero que impedirá nuestra perdición.

En los momentos de mayor oscuridad, recordémos entonces lo que Jesús le respondió al leproso en busca de sanación: "Sí quiero, se limpio (sé sano)".

sábado, 29 de junio de 2013

Fidelidad de Dios en la depresión

“Hubiera yo desmayado, si no creyese que veré la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes” - Salmos 27:13.

Durante una depresión, solemos dudar de las bondadosas cualidades de Dios; entre ellas, Su fidelidad Nos preguntamos si Él va a ser fiel con nosotros y nos liberará de la opresión y enfermedad que nos produce atravesar dicho estado ¿Qué significa que Dios es fiel? ¿Acaso significa que cuando muramos iremos al cielo pero durante esta vida seguiremos aplastados por dicha enfermedad? ¿Se trata, entonces, solamente de una fidelidad a nivel escatológico? ¿O podemos esperar que Dios demuestre su fidelidad actuando en hechos puntuales en nuestras vidas, como nuestra depresión? Resulta difícil comprender la fidelidad de Dios cuando experimentamos intenso dolor o una depresión por tiempo prolongado. Cuando su respuesta tarda en llegar, o ni siquiera llega, inevitablemente surgen éstas y otras muchas preguntas más, resquebrajando así lo que creíamos sobre Dios y su fidelidad.

En cierta manera, la depresión parece actuar como un obstáculo que impide nuestra comunión con Dios. Cada vez lo escuchamos menos, lo vamos sintiendo más lejos, y la calidez que solíamos sentir en nuestro interior poco a poco se va apagando, siendo ésta reemplazada por la aridez y la nada. Sentimos incluso que Su Santo Espíritu nos abandonó y Jesús mismo dejó de morar en nuestro interior ¿Puede ser esto cierto? Si recurrimos a las escrituras, la respuesta sería un rotundo no. Pero si nos basamos en nuestras propias experiencias, la respuesta sería definitivamente afirmativa ¿Cómo podemos conciliar, entonces, nuestra realidad con lo que Dios nos comunica a través de Su Palabra?

La respuesta reside en la fidelidad de Dios para con su creación. Su fidelidad es el puente que une nuestro abismo con el Reino de los Cielos; la oscuridad en la que nos encontramos con Su luz; la aridez de este desierto con la Tierra Prometida. Y esa fidelidad está encarnada en la persona de Jesús, quien nos acompaña en todo momento como un amigo que sufre con nosotros y por nosotros en silencio. Jesús permanece a nuestro lado escuchando nuestro dolor. A veces, nos brinda algún consejo, unas palabras de aliento, ya sea Él mismo a través del Espíritu Santo y las Escrituras, o través de alguien de nuestro entorno. Dependerá de nosotros en reconocerlo, recordarlo y agradecérselo. Poder hacerlo continuamente durante una depresión puede llegar a ser todo un desafío. Pero hay que saber y confiar que Dios está de nuestro lado, trabajando para nuestra salvación y redención. 

El Apóstol Pablo, alguien que sufrió muchísimo durante su ministerio, nos alienta con sus palabras: "Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados" (Romanos 8:28). "Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse" (Romanos 8:18) Dios trabaja a través de todo lo que nos sucede para que nos vayamos conformando cada vez más a imagen y semejanza de Su Hijo Jesucristo. Si nosotros continuamente nos rendimos a Él, entonces, no puede haber absolutamente nada que le impida a Dios cumplir Su propósito para nuestras vidas. "Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro" (Romanos 8:38-39)

viernes, 28 de junio de 2013

Ever Faithful God, by Paul Oakley

Ever Faithful God,

Paul Oakley


"All glory to the King of ages
All glory to the King of kings
His name is Love, His name is Jesus
Enthroned above in majesty

Into this world you came to save us
You bore the cross, you took my sin
You shone your light into my darkness
Unveiled the truth, this mystery

You are my God, you are my Saviour
You are the Rock on which I stand

Ever-faithful God, I cling to you
In every way you’ve shown that you are good
There’s no other love compares with you
Forever strong, forever true
Ever-faithful God, I cling to you

You are the end of all my searching
You pour your grace on my need
Unfailing love, unending mercy
Are found in you, The Prince of peace

You are my God, you are my Saviour
You are the rock on which I stand
You are my God, you are my Saviour
Eternal One, the Great I Am"