lunes, 15 de julio de 2013

Aceptando la Vida Eterna

Es curioso cómo damos vueltas y vueltas sobre la idea de muerte cuando el dolor se torna insorpotable, o en aquellos momentos de profunda depresión. Rechazamos la vida, le damos la espalda, en reacción a que ésta nos da la espalda a nosotros al no dejarnos vivir plenamente. Al vernos imposibilitados a vivir siquiera el día a día, nos ponemos en búsqueda de la muerte. La perseguimos, la añoramos y la abrazamos con el deseo de que nos lleve lejos de nuestro martirio, pensando que así pondría fin  a nuestra miseria. Sin embargo, no nos damos cuenta de que al hacerlo, estamos rechazando la salvación que nos brinda Jesús a través de su sacrificio. Como sentimos que la vida en el aquí y el ahora se nos es vedada, no aceptamos el plan de salvación de Dios que no tiene otro fin que el de la vida eterna. 

Desear la muerte no es otra cosa que rechazar a Jesús, ya que Él es la vida; el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6). Al convertirnos a Cristo, recibimos su salvación, y con ello, el regalo de la vida eterna. No hace falta experimentar la muerte para empezar a disfrutarla. Esa vida eterna que Dios nos da empieza en el mismo momento en que aceptamos a Jesús como nuestro Señor y Salvador. Es en ese preciso momento cuando empieza nuestra redención. Como nos enseña el Apóstol Pablo, Dios nos dio vida a nosotros, cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados (Efesios 2:1). Pero el objetivo último de esa vida que Dios nos da es para que vivamos con nuestro Creador en el Reino de los Cielos, en el fin de los tiempos. La finalidad de la obra redentora de Dios no se basa principalmente en que podamos disfrutar de esta vida que llevamos en el aquí y ahora, en esta tierra. Sino, para que al partir de este mundo, entremos en presencia del Señor y seamos aceptados en su Reino; para habitar el lugar que Jesús mismo nos está preparando (Juan 14:2) 

Es muy fácil caer en la confusión y mezclar la salvación con el disfrute de la vida en este mundo. También con la vida presente y la eterna. Esto no quiere decir en manera alguna que a Dios no le importe lo que nos pase en este mundo. Le importa y mucho. Por algo Jesús hizo lo que hizo, dijo lo que dijo, y antes de volver al Padre, rogó para que nos proteja del mal (Juan 17:15). Pero cuando atravesamos una depresión, nos olvidamos fácilmente del verdadero propósito de la cruz. Nos focalizamos tanto en la vida presente y nuestro porvenir en este mundo, que al no salir las cosas como quisiéramos, empezamos a desear y pensar en la muerte, rechazando directamente lo que Jesús nos ofrece, la vida eterna.

Es inevitable desear la muerte cuando la angustia es intensa y constante, cuando perdemos las ganas de vivir y ya nada despierta nuestro interés. Las cosas de este mundo no nos llenan, no nos satisfacen, y menos que menos alivian nuestro dolor. Vemos y reconocemos, junto al hijo del rey David, que todo es vanidad (Eclesiastés 1:2). Todo es efímero, todo se pierde. Nada permanece. Parece que lo único que siempre va a estar durante toda la historia de la humanidad es la muerte. Pero una cosa es morir por nuestra condición de ser humano, y otra, es desearla. Desear la muerte implica negar la vida que quiere darnos Jesús, vida por la cual pagó un precio muy caro. 

En sí, el Hijo de Dios no vino al mundo para salvarnos de manera que nos vistamos con nuestras mejores ropas y estemos celebrando y disfrutando de los placeres de este mundo, confiados de que estaremos llendo de fiesta en fiesta. Jesús se entregó para que la muerte no nos alcance, mas tengamos vida eterna (Juan 3:15). Dios mandó a Jesús con el propósito de que la muerte no tenga la última palabra en nosotros, sino Su Resurrección y Su gloria. 

Cuando Pablo escribe que "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien", no necesariamente quiere decir para esta vida, sino para la venidera. Todas las cosas que atravesemos, tanto malas y buenas, servirán para nuestra salvación eterna. Dios nos aclara en el pasaje de Isaías: "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos (...) Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos (Isaías 55:8-9). Todo forma parte del plan redentor de Dios, bajo cuya mirada nada se le escapa. Jesús nos consuela cuando nos dice: "¿No se venden dos gorriones por una monedita? Sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo permita el Padre" (Mateo 10:29). Estemos confiados de que Dios cuida de nuestras vidas. Porque como Él aclara: "Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia. Aún te edificaré, y serás edificada, oh virgen de Israel; todavía serás adornada con tus panderos, y saldrás en alegres danzas" (Jeremías 31:3-4).

Sepamos aclamar junto al Apóstol Pablo: "los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada" (Romanos 8:18). La gloria que veremos será a Dios mismo en todo su esplendor. Cuando ese momento llegue, será nuestro Padre el que enjugará todas nuestras lágrimas; y ya no habrá más muerte, ni llanto, ni dolor (Apocalipsis 21:4).







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